miércoles, febrero 06, 2008

Con las ventanas abiertas

Por Ricardo Medrano Torres



Llegas como una princesa / ante su príncipe vago ardo en la luz de tu boca / oigo Rapsodia en azul juntos el uno en el otro con las ventanas abiertas. ¿Cómo serían las ciudades en otra vida?

José Cruz (Contraley)



El maldito celular suena que suena y yo ya no quiero contestar. A estas horas sólo a él se le ocurre marcar para saber cómo estoy. El güey ni siquiera tiene el valor para venir por mí. Bueno, y ni quién quiera verlo. Es la quinta cerveza, hoy terminamos el servicio social. Mi amiga Jovana está más contenta que de costumbre. Ha bebido de más, se le nota a leguas que ya anda peda. El Luis cree que empedándonos nos va a convencer a las dos: ha traspasado, más de dos kilómetros, la línea que lo convirtió en estúpido.
Cinco minutos para las diez de la noche llegan Raúl y Emilio, abrimos cancha en la mesa para que puedan sentarse. Pedimos cerveza para ellos. Pinche persignado: Raúl no quiere beber; mejor que se tome una o me va a caer en la punta. Después de hacerse del rogar un buen rato ya va en la tercera cerveza. Ya tiene las orejas coloradas y le aflora el coto. Siempre es bueno tener alguien desmadroso a la mano: me purgan los persignados y los hipócritas. En público se hacen tarugos: que mi mujercita, que mis hijitos, que mi mamacita, que mi hermana y que la manga del muerto. Que se los crea quien no sabe de eso.
Me dan ganas de ir al pipis-room. La vejiga amenaza el cierre de mi pantalón. Me llevo a Jovana. En el baño comentamos quién va con quién. A mí me da igual: total, en la noche todos los gatos son pardos.
Regresamos a la mesa y pedimos otra ronda. A estas alturas, todos andamos briagos, hasta el que no quería chupar. ¿Que no quería? Pues ora chúpele —le planto un besote marca llorarás en mi partida—. Me gusta que no se haga el inocencio y le entre chabocho al quicoreteo. Ya estufas: este güey me lleva a mi casa y de paso le doy una probadita. En la oficina no tiene mala fama: la que hasta hoy fue mi jefa de servicio social gustaba de soltar sopita acerca de él, le gustaba. Me lo voy a refinar, sirve que me llevo un recuerdito, dirían: un su-venir, jajaja.
La Jovana ya anda briaga. Ya empezó a platicar de su tío y que lo mataron y que la sangre... Cada que se pone briaga cuenta la misma historia. Los cuates ya le sacan la vuelta porque se pone loca y se echa a correr y le vale mamá el mundo hasta que un par de mamporros la aterrizan en la realidad.
Ya son las dos de la mañana. El celular dejó de sonar hace una hora. Que chingue a su madre el güey ese. Ni valor tuvo para venir por mí. Te dicen que te quieren mucho pero a la hora de la hora se hacen que la virgen les habla. Te cuidan peor que a su rabo, pero sirves para lo mismo: para que se sienten en tí. Que chi…
Va que va otro quicorete. El Luis y el Emilio ya le están fajando bajo la mesa a la Jovana mientras ella chilla y chilla. Qué poca.. ya ni porque la ven moquienta en pleno teatro del tío muerto le dan chance. Ella se lo buscó, qué carajos. Pido otra chela. Ahora es mi madre quien insiste por el teléfono:
—Si mami, ahorita voy para la casa. Me van a dar un aventón (me río por dentro). Nos vemos en una hora, a más tardar. Adiós.
Cómo tarda el mesero en traer la última chela y ya me anda por ir a mi-arbolito otra vez. La Jovana no quiere ir. A ver si no se mea por la lloradera y la emoción del cachondeo bajo la mesa. Un último quico antes vaciar la bolsa del agua. Pinches mesas, pegaditas-pegaditas, no dejan pasar a una cuando ya anda bien urgida. Baños ocupados y yo ya me-ando-me-ando. Logro hacer de la chis con el estruendo sabroso del chorro a presión, miro entre mis piernas y me digo: esto es llorar de verdad. Me río sola estruendosamente. A esta hora ya nadie se fija en los desfiguros de los demás. Somos borrachos cómplices.
Cuando estamos a punto de irnos: estos güeyes a pagar la cuenta y nosotras de hacernos las festejadas, la Jovana pega la carrera hacia la bodega del changarro. Nadie puede sacarla, sólo Emilio. Le avienta una terapia y la convence de no hacer más teatro jugando al ratón correteado. La neta es que se la quiere echar al plato. Luego de diez minutos de bla, bla, bla, la cuenta está pagada y vamos al carro de Raúl, a quien no suelto, pase lo que pase; es mi boleto de retache a casa. Le dije a mi madre que regresaría en una hora, y esa hora pasó hace dos. La Jovana le juega a la loca y pega otra carrera. Los del changarro nomás nos miran: parece que dicen "Pinches pirados, se van a chingar a las niñitas". Nadie dice nada. Con un par de cachetadas se compone la Jovana. Se manchó el Emilio, pero qué le vamos a hacer, se las ganó la loca ésa.
Una hora más de camino hacia la casa de la Jovana. Anda bien feliz por la briaga y bien madreada y nos mienta la madre cada que le preguntamos hacia dónde ir. Raúl ya se encabritó y quiere dejarla a las dos de la mañana en plena avenida. Luis, nada tarugo, se apunta a acompañarla en su pedés. Bien solidario el güey. Es obvio que le quiere tronar el ejote. Luego de un rato de andar dando vueltas, mediante un par de apretones entre pierna y pierna, convenzo a Raúl de que busquemos su casa —medio recuerdo la ubicación—. La verdad, no me gustaría que me dejaran tirada en plena calle, y menos estando briaga. Media hora más tarde lo logramos: tres calles adelante, vuelta a la izquierda, a media cuadra está la casa de Jovana.
Luego de acostarla en su cama, seguimos con los entragos de la noche: el Emilio, igual de cuete; el Luis, caliente como plancha pero sin nadie a quién desarrugar. De camino, compramos unas chelas. El autoestéreo suena cachondamente: Procura coquetearme más y no reparo de lo que te haré Procura ser parte de mí y te aseguro que me hundo en ti Procura no mirarme más y no sabrás de qué te perderás es un dilema del que tú ni yo podemos escapar
Yo voy en el asiento del copiloto acariciando la entrepierna que me interesa. Si hubiese ido en la parte trasera, seguro alguno de los dos cabrones me hubiera fajado sin misericordia. Son las cuatro de la madrugada, ya están todos en sus respectivas casas; nos libramos de la tira y de los briagos; nos detenemos un momento en una calle oscura para un leve faje. Más vale irle poniendo lugar antes de que la calentura nos gane.
Como no queriendo sugiero un lugar y él acepta. Lo guío hasta la entrada del estacionamiento. El recepcionista mira la televisión tras un vidrio aparentemente antibalas. Nos da la llave. Una pequeña vitrina exhibe condones, cerveza, lubricantes, cigarros, encendedores, vasos desechables... Ya no hay dinero para más chela y traigo una sed del carajo.
Entramos a la habitación y rápido enciendo la luz y la radio. Quiero parecer experimentada pero no muy piruja, aunque él se da cuenta que conozco el lugar no dice nada, se deja seducir, se deja conducir. Me quito los tenis con la punta de los pies. Lo dejo desabotonarme el pantalón y sacarme la playera. Uno se da cuenta de las habilidades de un hombre desde que empieza a desabrochar el brassiere. Los más hábiles sólo utilizan tres dedos y liberan a "las nenas" de su cárcel. Le desabrocho el pantalón y lo dejo que se incline a desabrochar sus zapatos. Quiero sentir su aliento en el ombligo —siempre me ha puesto cachonda ese momento—. Le saco la camisa y, hasta entonces, siento que lo tengo a mi merced. Es todo para mí. Le pregunto cuál es su posición preferida y él me responde con un:
—Eres muy bonita—No mames, sabes bien que eso no es cierto —Le contesto casi meándome de risa: nunca fui bonita, aunque la buena nalga siempre me salvó del montón.
Sin darnos cuenta, lo hacemos con las ventanas abiertas. Desde el principio tuvimos público: dos parejas de diferente cuarto —una de jóvenes y otra de mayor edad— compartieron el espectáculo y nos regalaron una sonrisa cómplice de cinco de la mañana con una fresca brisa de junio; ellos abrazados, con el pecho desnudo, y sólo mirando, sin interrumpir:
—¿Quieren una cerveza? — ofrece la pareja, aparentemente de mayor edad, desde su ventana al otro lado del cubo.
Mínima compensación por el chou. Dos latas cruzaron aire hasta caer en nuestras manos. Dimos las gracias y casi nos trabamos de risa por el descuido de las ventanas. Corremos las cortinas. Mi celular vuelve a sonar. Lo apago. Total, qué les cuesta esperarme otra hora.








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