jueves, febrero 07, 2008

Hotel, dulce hotel. Con el corazón en la toalla

Por Ricardo Medrano Torres

Los hoteles de paso en la ciudad de México son sitios de sano esparcimiento. Lo mismo se llega con la novia, la amante, o la esposa con quien se quiere echar el gato a retozar en memoria de mejores tiempos. Algunos son discretos, con pasillos de árboles frondosos sobre la acera, ocultan de las miradas indeseables a los furtivos amantes. Los de la Tabacalera, la Doctores, Centro, calzada de Tlalpan, Circunvalación... perpetúan sus nombres en ceniceros, carteras de cerillos, encendedores, vasos, botes para la Liconsa, sobres de pastillas para el mal aliento —auxiliar para el becho salivón—, jabones chiquitos, sobres de shampoo, gorras, toallas...
Fácil se entra y difícil se sale. Antes de penetrar al cinco letras, el corazón trepa hasta la garganta y con la mirada se certifica que ningún ojo callejero eche a perder la fiesta matutina, vespertina o nocturna.
Se rumora que los horarios de mayor visita a estos sitios sagrados se dan entre las 9 de la mañana y las doce del día, horas en que ciertas amas de casa, luego de dejar a los chamacos en la escuela, pueden darse una escapadita y practicar con el sancho aquello de “la hierba se movía”.
Otros le apuestan al pica y huye y aprovechan la menor oportunidad en horas de oficina para degustar “dos de lengua y uno de maciza” y ni quien se acuerde de la longaniza. Los más, se inventan comisiones laborales y disfrutan del fin de semana practicando el bonito deporte de “cazar al oso de felpa”.
Cuando una pareja se dirige a “la casa del hortelano” (hotel), la fémina en cita dibuja en su rostro la inquietud, se siente observada, perseguida, asediada por miles de ojos diminutos que amenazan con ir de chivas en case el marido, los padres, el novio oficial, como si ella no fuera dueña de sí misma.
Sucede diferente con el varón: triunfador, varonil, seguro, ansioso, cariñoso, apresurado, quiere ingresar lo más pronto posible. No le importa pedir una habitación, un cuarto o una recámara, el nombre es lo de menos. Él quiere comprobar que el hecho es real, que pudo seducir, convencer, atraer, demostrar.
Una vez a resguardo, revisa que las ventanas estén cerradas y la única puerta tenga puesto el cerrojo. Se asegura que el clóset no tenga dobles fondos. Se cerciora de la higiene del baño y se admira ante el espejo mientras se quita la camisa con pose de Jorge Rivero. Ella, tímida, se sienta en la orilla de la cama. Lo mira sin decir nada. Espera la zarpa del tigre. Él permanece en su pose contemplativa frente al espejo, parece decirle: “Mira lo que te vas a comer, mamacita”, mientras aprieta la barriga gruñona —no han comido, pero bien vale la pena invertirle al momento de sano esparcimiento de la hormona.
Ella tiene miedo al espejo, le pide a él que lo cubra con una sábana. No vaya a ser que luego ande circulando su video porno en los puestos del Eje Central, Tepito o los mercados sobre ruedas.
Total, ya encarrerado el ratón, el gato se desinfló. A darle duro y chabocho al fornisutra. Todas las esquinas de la cama son utilizables, también la alfombra, las sillas, el tocador, la taza del escusado, las paredes, la cabecera... Película pornosotros de por medio para confundir los gemidos, verdaderos o fingidos de ambas actrices: la de la pantalla y la de carne y hueso que se aplica como verdadera artista. Él sigue en su pose de dominador y se deja querer. No quiere que el “ciudadano” le falle a la hora de la hora, por eso de vez en vez prefiere pensar en otra cosa.
El exceso de concentración derramaría sus ansias y quedaría por los suelos su cacareo de aguantador. Termina el acto. No hay aplausos, sólo un silencio lacio. La tensión se ha ido a dormir con la ropa regada por el piso o sobre el respaldo de la silla. Cada quien se aplicó en lo suyo y aprovechó lo aprovechable en propio beneficio. Total, es un “Servicio a la comunidad” como los que se anuncian en un canal televisivo. Fuman un cigarro, si es que tienen ese hábito. Dicen que después de un buen taco, un buen tabaco. Se miran y permanecen callados, abrazados.
Extrañamente es ella quien se torna maternal, segura, serena. Su rostro se ilumina y acaricia el cabello de él, quien preocupado se levanta para ir al baño. Pasa frente al espejo sin voltear. Toda la testosterona yace en el látex que ofrendará al torrente del guáter. Van juntos a la regadera y con la mirada se preguntan “qué tal estuvo”, “te gustó”, “¿verdad que soy buenazo (a)?”. Ya no hay inhibiciones.
Cada quien, por turno, regala al otro una cascada de nervios contenidos. Juntos descubrieron que un bidet no es un bebedero para apagar la sed. Aprovechan para enjabonarse mutuamente sus cositas. Una vez terminada la sesión de higiene, vuelve otra vez, como un zumbido apenas perceptible, la angustia de volver a la calle y enfrentarse a la puerta del establecimiento, a quienes pasan por la acera y expresan con la mirada: “Miren, esos son los que acaban de salir del hotel”, “Seguro son amantes”, “Seguro es su secretaria y él es su jefe”, “Han de ser vecinos y se vienen a machucar la rata hasta por estos rumbos”... Se preparan en silencio para salir.
Apenas unos besitos de compromiso cuando se cruzan para recoger el calcetín o para rescatar el calzón perdido bajo la colcha. Cada quien levanta su disfraz y reconstruye su imagen pública. Una última revisión antes de enfrentarse al mundo nuevamente. Hay que encender el celular y verificar que nada comprometedor se haya olvidado: cartera, teléfono, bolsa... Hay que verificar que los calzones vayan en posición correcta y no con el Esnupi en la parte trasera.
A la hora de entregar la llave, ella se adelanta, quiere perderse de la vista del recepcionista. Él entrega el llavero con una sonrisa cómplice de “ya estuvo”. El tipo tras el mostrador tiene la expresión de “Vuelvan pronto. Aquí está su segunda casa”. Salen despacio. No se toman de las manos como cuando llegaron. Hay que aguzar los sentidos. Dan vuelta a la esquina y vuelven, cada quien, a su rutina.



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