viernes, diciembre 17, 2010

Ojos de calzón


Ricardo Medrano Torres

A las doce del día el calor del piso sube hasta los ojos. Voy a comprar el kilo de tortillas que me pidió mi mamá; aprovecho para comprar un chile en vinagre y comerlo en un taco. A las cinco de la tarde tenemos acordado un partido de fut con los de la calle 14 que son buenos pero no invencibles: 10 de los últimos 11 partidos los hemos ganado nosotros.

Claro que soy el mejor, el único, el burlador, el héroe de la cascarita callejera. Una vez vinieron del Real Madrid —así se llama el equipo de la calle 15— para invitarme a jugar, pero mi mamá no me dejó por no haber lavado los platos de la comida. Ya te imaginarás el berrinche que hice, pero así son las mamás, ya las conoces.

Bueno, voy por las tortillas y, a punto de entrar a mi casa, el Cachacuaz —así se llama el perro del vecino— intenta morder mi hermosa pantorrilla, y yo, por esquivar sus dientes filosos de tiburón anciano tiro cuarenta centavos de tortillas redondas, equivalentes a un kilo, y enlodo una servilleta blanca bordada con uvas moradas y mangos amarillos. ¡Bendita sea mi suerte! —digo e intento salvar, inútilmente, algunos discos de masa.

Mi madre me condena al encierro vespertino. ¡Esa tarde no!, ¡por favor!, ¡nooooooo! Tenemos partido de fut con los de la 14 y yo soy el delantero estrella. No podrán jugar sin mí, perderán. Pero como soy más hombre que chango, asumo el castigo con valentía y coraje —más coraje que valentía—. La única zona divertida de mi casa es una selva tupida de rosas, buganvillas y sábilas donde juego con mis muñecos luchadores (Santo y el Demonio Azul) a quienes enfrento con el monstruo ojos de calzón, la temible serpiente caca de iguana y el Doctor Flato, cerebro de la conspiración internacional para destruir al mundo.

En la cocina, la abuela no permite intrusos. Puedes mantenerte quieto y sentado frente a la mesa, separando las piedras de los frijoles negros o quitando las espinas a los nopales. La cocina es el sitio de los prodigios: de las cazuelas de barro brotan moles negros, sabrosos pipianes con pollo, carnes de cerdo en salsa martajada de jitomate y chile verde, tortas capeadas de carne con su caldillo espeso.
Hoy, ni la cocina me convence. Benditas tortillas enemigas del fut, pero ni el hambre misma doblegará mi orgullo herido de futbolista frustrado. No, no señor, juro que moriré de inanición y mi mamá llorará sobre mi tumba fría y dejará una rosa todos los años, justo el “Día del hijo” y se preguntará por qué fue tan mala, por qué no me dejó salir a jugar el sagrado fut con mis amigos. Esa será su condena; yo desde el cielo, convertido en ángel de alas blancas de pichón, me sentiré satisfecho con su culpa y su remordimiento. Ese será su castigo.

El cuarto de los tiliches es el lugar más peligroso de la casa, según mi mamá:
—Puede haber animales ponzoñosos: arañas, alacranes, caballos o dragones de cinco ojos, con patas de jirafa y dientes más grandes que un colmillo de elefante africano.
Colgada con un gancho del techo hay una bicicleta de llantas grandes con rayos cubiertos por telarañas. Las telarañas son tan grandes que de unirse cada hilo de ella en línea recta, darían dos vueltas a la tierra y terminarían justo en la puerta de la tienda de doña Chimbomba.

En el cuarto de triques hay cinco cajas de cartón, apiladas una sobre otra; un baúl que me recuerda la historia de mi tatarabuelo: “Una noche mientras dormía, me habló el muerto al oído para decirme dónde había enterrado un dinerito —centenarios de oro—. Dos días después fui con cinco de mis mejores amigos. La condición era que escuchara lo que escuchara, no debía correr ni asustarme, pues eran las almas que custodiaban el tesoro. La noche era hermosa: como una medalla, tenía una luna llena colgada al cuello. Cuatro de mis amigos no regresaron con nosotros, sólo dos volvimos, por eso debo guardar por siempre el tesoro maldito del difunto” —esta era la historia del tatarabuelo —que yo conocí por labios de mi abuela—. Creo que este baúl tiene las monedas de oro rescatadas aquella noche.

Además del baúl, hay dos botes para cocer tamales, una estufa blanca de peltre, cinco pares de botas de hule, montones de revistas y periódicos y una caja de herramientas. A través de un tragaluz se filtra el sol con pequeñas hebras luminosas. El polvo danza hasta volver nebuloso el ambiente y de vez en cuando me hace estornudar.

El tiempo se detiene. Me decido a recuperar el tesoro del tatarabuelo. Tomo una barreta que extraigo de la caja de herramientas, un martillo y dos desarmadores; no consigo mi objetivo. Me asomo por la ventana que da al jardín de los vecinos y veo a Xóchitl: hija única de don Martín y doña Gertrudis: él, policía, ella dedicada en cuerpo y alma a cuidar de sus perros: sirve generosas porciones de croquetas en el plato de aluminio de Filipo, Chambarete y Cochicuás, todos de raza indefinida, podría decirse: corrientes cruzados con de la calle.

A Xóchitl le gusta andar en bicicleta y a mi me gusta Xóchitl, los frenos en sus dientes la hacen más bonita. No quiero decir que ella tenga frenos como la bicicleta, sólo que así se les dice a los alambres que te ponen los dentistas para enderezarte los colmillos y no parezcas vampiro chupón. Con los frenos, Xóchitl parecen atrapar su lengua en la jaula hermosa de su boca; su cabello peinado con dos colas la vuelven un pan con mantequilla en una tarde de castigo tras dos horas sin comer.

Como puedo grito desde mi cárcel hasta que ella se acerca:
—Y por qué te castigaron —dice con toda la elegancia de una princesa.
—Por tirar las tortillas en un charco —le respondo como el más seguro caballero de las cruzadas.
—Pues hubieran comprado más y asunto arreglado —dice segura como sólo mi madre puede decirlo.
—No es tan fácil, mi padre dice que debemos aprender de los errores y por eso es necesario recibir un castigo cuando se comete un error —comento, queriendo parecer aún más interesante: un futuro hombre responsable.
—Pues a mi me parece que tu papá es un ogro —eso no puedo permitírselo, por muy hermosa que sea y por mucho que me guste.
—Pues piensa lo que quieras pero mi papá es bueno —defiendo al autor de mis días.
Discutimos un buen rato hasta que amenaza con irse y abandonarme a mi suerte. No puedo permitirlo. Es la primera vez que estamos a solas —bueno, separados por una ventana—. En la escuela he intentado acercármele sin conseguirlo. Ella se hace la interesante. Sabe de la belleza de sus pecas: hermosas salpicadas de sol sobre sus mejillas, rosadas como jamón de pavo.

En la fila de entrada al salón, me coloco justo a un lado de ella para que me mire. Ella finge distraerse. Mi estómago se retuerce de celos cuando Gómez Gómez se le acerca y finge recargarse en su hombro sin que ella proteste. Deseo en ese momento que a Gómez al cuadrado se lo trague una tarántula gigante, que un perro buldog le orine las valencianas del pantalón y que se le pudran las agujetas, que aparezca King Kong y le vacíe un moco viscoso sobre su horrible cabeza aplastada, rasurada. Odio a Gómez al cuadrado, pero a ella no puedo dejar de quererla: tan linda con sus ojos negros y brillantes como uvas oscuras recién lavadas.

No puedo permitir que me deje a mi suerte. La tengo a mi merced, debo poner en práctica lo que he aprendido en la telenovela de las ocho de la noche: debo tomarla de la mano, pedirle que nos casemos en cuanto terminemos la primaria y que tengamos tantos hijos como para hacer un equipo de fut del que yo seré entrenador. Ella se negará —por supuesto— pero mi seguridad la convencerá. Podremos vivir, por lo pronto, en este cuarto de tiliches. Dice mi abuela que “cuando dos se quieren con una cama basta”.

No creo que Xóchitl coma mucho. Es muy flaca, como un palo de escoba, pero ya se llenará y le saldrán bolas por todas partes como a mi prima Leticia. Dice mi mamá que las mujeres que tienen bolas por todas partes son más bonitas. Yo no les encuentro chiste, las mujeres así parecen caminos con baches y a mi papá no le gustan los caminos con baches: siempre maldice cuando se le cruza una zanja, una piedra o un tope. Yo creo que las mujeres deben ser como las carreteras o los caminos, entre más parejas es mejor.

Ella me toma de la mano y acerca su boca a los barrotes de la ventana. En lugar de un beso recibo un puñetazo. Ríe como poseída por demonios diarréicos y baila de gusto sobre la escalera en que ha trepado para burlarse de mi encierro. Frente a frente casi puedo percibir el olor a chamoy de su boca, el aroma a chicle de frutas de su cabello rizado, los destellos de sus ojos como llama de encendedor de a tres pesos.

Todas la groserías que pueda hacerme no serán suficientes para dejar de quererla más que a mis muñecos luchadores, que al Doctor Flato o al monstruo ojos de calzón. Nacimos el uno para el otro y en nuestros respectivos destinos está escrito que compartiremos los tacos de sal cuando vayamos juntos a las tortillas. Estoy resignado a querer a su padre, a su madre y a sus perros tragones.

De nueva cuenta acerca sus labios a la reja de la ventana, quiero corresponder al regalo acercando los míos. Me escupe en plena cara el agrio chamoy de la burla y ríe otra vez, hasta casi agotar mi disminuida paciencia. Aprieto los puños en las bolsas roídas de mi pantalón, ahí guardo mi cola de lagartija de la suerte, mis dos canicas cebritas, mi tapón de lata de aerosol, veinte centavos del año mil novecientos cuarenta y cinco, una estampa arrugada con la foto de Pelé, dos corcholatas para canjear un dingo perro y un hueso de la suerte del pollo rostizado que comimos el domingo.

Hoy hubiera sido capaz de perdonar sus groserías y hasta su hermosa sonrisa pisoteando mi orgullo. Precisamente hoy que me encuentro en el cuarto de los tiliches, castigado por tirar las tortillas en un charco, sin poder abrir un baúl clausurado por dos candados, imposibilitado para enfrentar en el fut a los de la catorce, privado de los olores de la cocina de la abuela, hambriento y olvidado.
¡Oh, Xóchitl!, todo lo hubiera perdonado, que Gómez al cuadrado fuera a hacer la tarea a tu casa. Ver cómo te alejas sonriendo, tomándolo del brazo, guiándolo hasta tu casa, mientras yo: encerrado, hambriento, futbolista frustrado te miro caminar por tu patio con ése... Todo pude haberlo perdonado.

Pero no puedo perdonar, ¡nunca de los nuncas! que hayas secuestrado al monstruo ojos de calzón. ¡Eso no!, por qué lo hiciste. Por qué lo regalaste a Gómez al cuadrado. Sabías que no era tuyo, sabías que era mi compañero. Pudiste regalar mi corazón, masticar las yemas de mis dedos, cortarme las uñas de los pies con unas tijeras de pollero, pero no regalar mi monstruo ojos de calzón a ése, precisamente a ése tal Gómez al cuadrado.

Ojalá que un perro buldog les orine a los dos las agujetas y que se les piquen los dientes por los chicles que coman, que King Kong venga y les arroje un moco sobre sus cabezas para que se ahoguen en él, que se los coma una tarántula gigante, que les salga la mano pachona de la tasa del baño y les pegue el susto de su vida.
—¡Oh, mi monstruo ojos de calzón!, ¡por qué!, ¡por qué! Por qué no se abre este baúl, por qué no podré comer el mole verde de la abuela. Cómo quedaría el partido de fut. ¡Snif! Debo meterme en la cabeza que las tortillas y las niñas son impredecibles.


miércoles, diciembre 15, 2010

Familia es familia y cariño es cariño


Por Ricardo Medrano Torres

Ahora que se acercan las fiestas de fin de año y los brindis y el cúmulo de abrazos y de buenos deseos, no puedo evitar recordar a la familia que tuve: éramos muchos y amenazábamos con ser más —se cumplió la profecía: parió la abuela.

Bien dicen que para partirte la madre, no hay nada mejor que tu familia y, ciertamente, ese puede ser el caso. Mi familia es producto de una serie de retazos y remiendos como las históricas colchas confeccionadas con sobrantes de otras prendas por los pioneros necenses.

Los días festivos: 10 de mayo, 15 de septiembre, 24 y 31 de diciembre eran fechas propicias para la reunión familiar y el agasajo. La mesa, pletórica, ofrecía a sus comensales los sabrosos guisos preparados por la abuela, cocinera durante 15 años de una fonda ubicada por el rumbo de La Villa.

Entonces empezamos a crecer y a sufrir los embates de la crisis económica que ha asolado al país de manera inclemente desde hace décadas. Cada rama familiar emigró a diferentes latitudes para emprender su propia historia. Adquirieron un trozo de mundo en donde la economía les permitió asentar un cuarto que, poco a poco y con grandes esfuerzos, se ha convertido en el patrimonio de sus hijos.

Todos y cada uno, de diferente forma y en menor o mayor grado, recibieron el apoyo de la abuela para adquirir, edificar y transformar la casa que les daría un hogar. Entonces éramos tenderos que le chingábamos como afroamericanos para vivir como proletarios, pero con poder adquisitivo. Esclavizados de tiempo completo y obligados a dejar guardias en el negocio para "no perder".

Pero como todo aquello que no se fortalece se llena de salitre, mi familia se ocupó de las palabras mal o bien dichas por sus congéneres; bien dicho aquello de que no somos claros sino claridosos, pues el Diccionario de la Real Academia Española define el término como aquel “Que acostumbra decir claridades sin atenuarlas”; es decir: "somos al chile".

Pero como reza el dicho: “Ancho del hocico y sentido del culo, como los jarritos de Tlaquepaque”, ningún claridoso fue capaz de soportar a otro claridoso de su misma especie. Primero fueron pequeñas ironías, después fueron grandes desencuentros que desenterraron agravios aparentemente olvidados y luego llegó la oscuridad.

No sabemos en qué parte de la carretera se fueron quedando trozos de nuestra piel sensible. No supimos cuándo olvidamos la solidaridad con la familia, cuándo olvidamos que nadie mejor que la propia raza para sacarte del atolladero —o para partirte la madre, como fue el caso.

Esas sabrosas comilonas se evaporaron, así como los años nos han devorado a cada uno.
Los sándwiches de papas o de arroz, la cerveza y la plática, mezcla de campirano y citadino, de propios y anexos: consanguíneos y parientes políticos; el bacalao, los romeritos, los pollos rostizados, el abrazo, la sinceridad y la ironía a flor de piel en cada uno de los asistentes son piezas del museo de la memoria.

Hoy mis tíos son tan viejos como yo lo seré. Con los achaques y el perpetuo temor a la huesuda, hoy convocan a festejar el fin de año en la casa de la abuela, artífice en gran parte del fraccionamiento afectivo. Es difícil ser líder familiar, sobre todo cuando aplicas consciente o a lo buey la exclusión y la preferencia. Cuando compras el afecto o juegas a la política con la propia raza.

El polvo familiar amenaza con salir de la caja de Pandora: ¿Los comentarios guardados servirán para murmurar el día posterior a la reunión?, ¿La grilla asomará la cabeza justo un minuto después de despedirnos?, ¿La diferencia que nutre a la tolerancia será menoscabada?, ¿Bastará una mirada o una señal para descargar la espada flamígera con singular sadismo sobre la reputación de aquel que nos puede ser incómodo?

Viejas heridas sangran incurables y el corcel de la parca se desboca en nuestra dirección. Cierto día notaba con curiosidad que la muerte se ha acordado muy poco de nosotros, tal vez en un afán de compensarnos un tanto el caos que han sido nuestras existencias. Tal vez pensando con ello reparar el hambre de mis tíos y de mi madre, quienes compraban veinte centavos de cáscaras de piña con el frutero de maravillas, para probar el dulce desperdicio. Recompensa efímera por la cárcel perpetua del hambre que los persiguió durante mucho tiempo. Tal vez por esa sensación ancestral, no tener de comer siendo mi mayor miedo.

No sé si ustedes recuerden el festejo por mis ocho años, pero esa es de las huellas imborrables que este neo-ruco se llevará a la alcantarilla del olvido: mis tíos me compraron la ropa y mi madre el pastel. Y yo sigo recordando al tío Juan desmadroso y jovial, quien me enseñó a disfrutar las películas de hampones y de estafas. El tío con el que conocí el billar por vez primera —aunque no sea una de mis aficiones.

Recuerdo al enamorado tío Jesús y su eterna galanura, enamorado de su gato el Palomino, las paredes de su cuarto forradas de piso a techo por pósters de “viejas encueradas” —como decía la abuela— en donde me deleitaba mirando los vellos púbicos de rubias y pelirrojas, y sus puntiagudos senos, cuyos pezones señalaban al cielo de la chaira. No puedo olvidar que él me enseñó a los Creedence y que me regaló un álbum triple que conservo con cariño.

Como no recordar a mi carnala la Gorda, o la Chata, o Rosa, siempre querida, mi comadre, por sus intercesiones cuando la abuela buscaba desahogar su frustración sobre mi humanidad con la manguera de la lavadora. Cómo olvidar su alegría y su sonrisa, su desmadre y sus tristezas cuando quería asomar su chata nariz para probar un poco de libertad, fuera del encierro que significó la tienda para ambos. Te acuerdas, Gorda, de tus chelas con la tía Gris y de las chingas que te ganaste por briaga.

Y tú, madre, Martha, Negra —como bien te decían mis tíos, pues no podían llamarte de otra manera por obvias razones— te acuerdas de los pollos rostizados que comíamos cuando íbamos juntos al cine Sonora a ver películas de los hermanos Almada. De las papas fritas que acompañaban esos pollos y de la ensalada que degustábamos satisfechos luego de vagar interminables horas por el mercado Sonora eligiendo la mejor fruta que te daban a precio preferente tus amigas las vendedoras.

Te acuerdas que la güera policía de la clínica Prensa era mi novia, y que yo me chiveaba cuando ella me decía “mi amor”. Te acuerdas de la “Planchada”, el alma en pena que vagaba por el hospital cuando “nos tocaba” guardia y tú me escondías en el cubículo último, cuando me dormía cansado luego de jugar con los carretes de la cinta adhesiva.

Gracias a ti, madre, tuve entre mis manos la primera imagen de un parto ilustrado en tu libreta de tareas de cuando estudiabas enfermería. Cómo olvidar que sólo una vez me pegaste con una pantunfla y que muchas veces me sacaste al patio porque me dolía “la patita” gracias a tu herencia de fiebre reumática mal cuidada de cuando estuviste embarazada. Hoy me río y me consuelo sabiendo que algún día, cuando estés más vieja, te sacaré al patio a orearte un poco cuando ya no controles el esfínter —claro que es pura guasa, no temas.

Y tú, Vito, Victoriana —como lo dice tu fe de bautismo de una iglesia en Guanajuato— Victoria, abuela, madre . Qué puedo decir, te tocó bailar con la más fea. Hoy me pongo en tu lugar y aunque no justifico mucho de cuanto has hecho, aprendo de tus errores pero más de tus aciertos, que son muchos.

No quisiera llegar a ser viejo sin tener la fuerza que tú tienes. No quisiera llegar a ser viejo sin tu temple, sin tu arrogancia ni tus ganas de sobreponerte. De ti recuerdo muchas cosas, pero me quedo con tres que han sido fundamentales para lograr la edad que tengo: la primera es mi máquina de escribir —hoy propiedad de Beatriz mi prima—, adquirida para mí como parte de mis últimos reyes magos; la segunda es el día en que me congestioné por tragón durante un convivio de fin de año en la calle donde hemos vivido desde hace muchos años: no paraba de vomitar y el dolor abdominal era tan intenso que este charro negro estaba más caliente que una plancha y más abotagado que un tonel de pulque. Tú y sólo tú, Vito, madre, abuela, profesora de la vida, me levantaste como pudiste y juntos fuimos a las tres de la mañana, a pie, al doctor más cercano para que me aplicaran una inyección intravenosa que me facilitara cagar y vomitar. Y la tercera, una de las más importantes, cuando me acompañaste con el abuelo a pedir a mi señora a un pueblo de Oaxaca.

Por todo eso y por los recuerdos que la memoria se obstina en resguardar, la reunión de fin de año será lo que tenga que ser; los jarritos de Tlaquepaque tenemos más canas que ayer y nuestros hijos, nietos, bisnietos y posibles tataranietos heredarán esa forma claridosa de decir las cosas y estarán obligados a ser inteligentes para discutir y pelear al nivel de las ideas.

Buen fin de año, raza, y hasta que la huesuda nos alcance.

lunes, diciembre 06, 2010

Yo sólo quiero una casa


Una casa de cuadro bardas y luz tan natural como el jugo de naranja recién exprimido. Una casa para resguardar los libros y las películas que me gustan. Para que de ellas aprendan y con ellas se diviertan mis nietos, para resguardar el retrato que no tenemos de nuestra boda —Bolita—.

Me gustaría que tuviera paredes altas para guardar lo bueno que en ella se genere, para resguardar el sueño y la comida, las sobremesas y el auto que quiere manejar mi hijo Cepillo. En donde pueda escucharse música a todas horas y en donde el gato familiar pasee a gusto por el patio cazando moscas y se espante con el saxofón de Alina y su Take five. La quisiera luminosa y pequeña, con cuadros en las paredes que nos recuerden nuestra historia, nuestros muertos, nuestras alegrías.

Para que el Beto Vargas y el Javier Serratos chuleen la buganvilla y su sombra les recuerde un poco la frescura de su pueblo y sus mujeres. Para que el Chava nos recuerde cuando éramos pequeños en la urbana federal y Héctor y Óscar traigan su guante de beisbol y sus balones de básquet y de futbol y con los chavos juguemos a ser chavos, y vayamos al estadio a ver un partido Atlante-Cruz Azul, y yo me asombre de ver tanta gente y pueda agradecérselos a los Melgoza toda la vida.

Quiero paredes con pinturas y dibujos de Alfredo Arcos, de Uzías Martínez, de Martha Velasco; que resuene la música de Miguel Pineda, del Roca, del Son Solidaridad y del Son de Maíz, y de Ricardo López; que se escuchen los cuentos de Emiliano y de Pino Páez y los poemas de Kuitlauak y de Porfirio. Que Vulcano sea el triste zombie y que la buena-onda del Santos Velázquez y del Paquito Vázquez traigan el olor a buen café.


Que Nina Galindo, José Cruz, Jaime López, El Personal, Nota Roja y tantos otros se escuchen como en un museo reciente de los que aún vivimos para contarlo.
Quiero una casa para recibir a mis amigos y para ofrecer buen vino a mi carnal Suriel y a su familia. Quiero hacerme viejo platicando con todos ellos en mi casa. Quiero que mi mujer se sienta orgullosa de los muros pintados, de las piedras reunidas y de las plantas y flores que tendrá en cada rincón. Quiero una techumbre transparente para que el sol nunca nos falte y seamos tan prietos como la existencia nos lo permita.

Quiero una casa para que los amigos de Reme y de mis hijos se sientan a gusto y fascinados —como yo lo estoy— por la familia que tengo. Quiero que mi compadre Alonso se sienta bien y tranquilo tomando una cerveza mientras vemos el fut americano en la televisión. Que su familia disfrute y se sienta arropada entre los suyos. Quiero que mi familia y la de Reme nos visiten y no se quieran ir de tan a gusto.

No me interesan los cada vez más numerosos puentes vehiculares que nos quitaron la virtud de poder mirar al vecino hacia el otro lado de la avenida. No me importa que los jóvenes cada vez amen menos la tierra que les da cobijo, que no tengan ni un mínimo valor de lealtad, solidaridad y respeto con los del mismo barrio. Aunque me entristezca mirar cómo retroceden nuestra historia conjunta cuando le jalan pulmón adentro al “activo” de sabores y se resignen a sus trabajos miserables y mal pagados, condenados a extinguirse y a extinguir a los que de sus pasiones resulten.

Sólo me interesa hacerme viejo y morir como en película de Kurosawa: levantando muros y poniendo rejas y pintando paredes, tal vez sólo imaginando, imaginando que hay netas y hay verdades, imaginando esa casa que quiero…

Ricardo Medrano Torres
6 de diciembre de 2010


jueves, diciembre 02, 2010

Seguridad

Para mi Bolita

Me deshago de ritos y diamantes,
arribo a las hojas como un zapato sucio.
Mientras pueda me serviré del vino azul
nacido entre las copas de mi amada.

Transito subterráneo en la palabra,
su paladar me dice que en la luna
vive una turba de poetas ciegos.

Aúllo y tiemblo cuando sobre el agua
la piel de los sonetos nerudean,
aplauden y se encienden
como almas condenadas al azufre.

No puedo arder después de los bautismos:
pierdo la capa y vuelvo a mi guarida
siempre pendiente, siempre expectante;
sé que hoy no vendrá la muerte
vivo seguro en tu latido.

Ricardo Medrano Torres
2 de diciembre de 2010

Acerca de mí

México, Estado de México, Mexico
01800duerme