jueves, septiembre 30, 2010

Una chaqueta no es una chamarra



Por Ricardo Medrano Torres

A la salú del Suriel Pitocas

Mi mano ahuyentó soledades / tomando tu forma precisa,
la piel que te hice en el aire / recibe un temblor de semilla
Luis Eduardo Aute (Dentro)


La chaira o chaqueta es un cha-cha-cha, un sube y baja de seda en luna creciente y en cuarto menguante. Manuela es la mejor amiga en esas horas solitarias cuando la necesidad es mucha y qué mejor consuelo que aquella que siempre es fiel y precavida: la propia mano, de género femenino; palma cinco es la dirección correcta para apretar el cuello al cisne de espumoso plumaje, para sacar a pasear los animales y arrojar hijos fallidos al guáter, coladera o papel higiénico.

Chiro aquello de tejer chambras en tiempos mozos cuando la memoria alcanzaba para delinear rico en la imaginación las finas curvas de la maestra de geografía. Placer sobrado cuando recorte en mano atrancábamos la puerta del baño para darle sabroso al deporte del guante. Las piernitas contraídas y el esfínter apretado-apretado, hasta lograr la magia de la erupción, la explosión maravillosa del mejor amigo que uno pueda tener.

Lyn May fue mi primera musa. En su honor fabriqué formas y erigí pedestales para tenerla al servicio de mis recuerdos y necesidades. ¡Oh!, Lyn, cuántas veces fuiste mía, cuántas veces disfruté de tu inimitable figura, de tu hermoso rostro de facciones orientales, de tus contoneos y tu cachondería.

Cuántas veces logré la magia del tributo a Onán con el cromo de una rubia (en todos los sentidos geográfico-físicos) con botas blancas en aparente labor de parto, mostrando grácilmente, seductoramente, el punto de su cuerpo donde se reunían las horas para morir felices sobre un piano de cola color negro, cubierto con la bandera de los Estados Unidos de América. Gracias, Hustler, porque la rubia de ese número y yo moríamos al unísono. Buscaba la ubicación correcta del cromo sobre el lavamanos para que el reflejo de la luz del foco de 60 watts no rompiera la magia de la evocación.

¡Oh!, Meche Carreño, Ana Luisa Pelufo, Lilia Prado. Cuántas veces aparcaron sus maravillosas formas en mi radiante juventud e hicimos del placer algo tangible con los dedos de la mano. Yo, un humilde admirador de sólo 15 primaveras de vida; ustedes: diosas de la pantalla, milagros que la tecnología atrapó en la magia del formato VHS, que permitía pausar la imagen a gusto, para degustar sus pixeladas imágenes y fabricar una isla con la palma apretada, ajustada a las necesidades.

¡Oh!, cuántas veces la sola evocación de la ropa interior del tendedero vecino despertó la creatividad monstruosa de algún pequeño pervertido que imaginaba a la vecina enfundada en sus chones de luchador, transpirando con las tetas al aire por el sensual calor del verano. Cuántas y cuántas veces el propio cuerpo sirvió para elucubrar caricias en el pecho, en las nalgas, en la espalda, en las piernas, en el cuello.

Sabia naturaleza que dota de potencia inagotable a quienes transitamos esa bendita edad, cuando las ninfas compañeras de escuela empiezan también a descubrirse y descubrir sus atributos para el ansioso de ser, de tener, de degustar. Benditas las furtivas caricias sobre la blusa, sobre la falda, sobre la pantaleta, sobre la bragueta; tibias humedades juveniles que guardaban olores particulares, recuerdos de visitas al cine en compañía de alguien dispuesto a ser el cómplice perfecto de las manos, para horas más tarde desbocar los corceles a placer y volver a atrancar la puerta del baño, y volver al vicio maravilloso de los que nos asustábamos con posibles embarazos a la compañera, con enfermedades malignas que destruían la hombría por lo más preciado.

¡Bendita la chaqueta que no es una chamarra!

Imagen tomada de: http://www.venus-plaza.com

Abajito del reloj


Ricardo Medrano Torres

A mi Bolita

A la novia se le cita en el andén, abajito del reloj. Da la hora en punto y uno observa con atención el descenso del pueblo de los vagones anaranjados. Ella no llega puntual y a él se le queman la habas por el quicoreteo y el apapacho. Quince, veinte minutos tarde, ella arriba tan vaporosa con sus cuarenta y cinco minutos de trayecto desde su casa para cumplir con la cita. Qué importa que haya llegado a destiempo; total, cuando uno anda rendido a sus pies, las esperas no importan. De la manita se encaminan al cine más próximo.

Poco más de media hora de película y el Juanito Profundo (Johnny Depp) no logra más que nutrir la calentura con su farsa piratesca. Un guiño basta para ponerse de acuerdo en invertir mejor el tiempo: cinco letras. Ya era justo y necesario, tanto tiempo de estarle implorando y convenciendo de que el arroz se come, hasta que la Divina Providencia proveyó: le cayeron al faivleders (al cinco letras —para que me entiendan—). Pero lo que ahí sucedió es muy su purrún.

Luego de la obligatoria siesta caminan por la Alameda Central, piden un chicharrón con crema y chile y se previenen contra la sed con un orange en botella de plástico. Se hace tarde y la guaracha sabrosona suena que suena, retumba que retumba en el parque del que Diego hiciera su “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”. El amor brota por los poros cuando se es joven y se tiene la fortuna de probar los elíxires sagrados de tu diva y compartir los efluvios propios con la susodicha; sales fortalecido, más que menguado en materia de energía corporal.

Son novios y ahora amantes, son dos y uno solo, y esperan no convertirse en tres, porque en sus planes no está aquello de “donde comen dos comen más” (con eso se engañan, pues disfrazadamente lo desean). Él, de reojo, le mira las nalguitas con deleite. Mira nomás lo que me acabo de comer —piensa y se relame los bigotes como el gato.

Le echa el brazo sobre los hombros y caminan seguros de sí, seguros del mundo. El dinero que proveen los padres alcanza para estos pequeños lujos, para estos pequeños placeres. Se dirigen a la panadería e idealmente mercan un pan relleno de frutas. Van a comerlo frente al Palacio de Bellas Artes, no saben del Art Nacó ni del arquitecto Adamo Boari, pero degustan el pan y lo comparten placenteramente.

Presencian el atropellamiento de una mujer, miran al bolero despachar múltiples clientes en menos de una hora. A unos pasos, en La Alameda, los merolicos, payasos, activistas y otros muchos artistas generan un barullo que sostiene el corazón de la ciudad en permanente vals. A las veinte horas cumplidas, la noche se hizo de un vestido de lentejuelas luminosas y arremete contra las pupilas de los visitantes.

Ellos, los novios, se toman de la mano, se besan frente al Hemiciclo a Juárez. Los leones son testigos de aquel prodigio: dos seres humanos atrapados por las arterias de una ciudad salvada por el amor.

Se dirigen a la entrada del Sistema de Transporte Colectivo y sus ojos son otros: son novios, son amantes, son dos seres que tienen hora de llegada a sus respectivas casas. Hoy la vida tuvo otro sentido. A partir de hoy, no más “abajito del reloj”, son novios, son amantes…

Imagen: "La persistencia de la memoria" de Salvador Dalí

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