miércoles, diciembre 15, 2010

Familia es familia y cariño es cariño


Por Ricardo Medrano Torres

Ahora que se acercan las fiestas de fin de año y los brindis y el cúmulo de abrazos y de buenos deseos, no puedo evitar recordar a la familia que tuve: éramos muchos y amenazábamos con ser más —se cumplió la profecía: parió la abuela.

Bien dicen que para partirte la madre, no hay nada mejor que tu familia y, ciertamente, ese puede ser el caso. Mi familia es producto de una serie de retazos y remiendos como las históricas colchas confeccionadas con sobrantes de otras prendas por los pioneros necenses.

Los días festivos: 10 de mayo, 15 de septiembre, 24 y 31 de diciembre eran fechas propicias para la reunión familiar y el agasajo. La mesa, pletórica, ofrecía a sus comensales los sabrosos guisos preparados por la abuela, cocinera durante 15 años de una fonda ubicada por el rumbo de La Villa.

Entonces empezamos a crecer y a sufrir los embates de la crisis económica que ha asolado al país de manera inclemente desde hace décadas. Cada rama familiar emigró a diferentes latitudes para emprender su propia historia. Adquirieron un trozo de mundo en donde la economía les permitió asentar un cuarto que, poco a poco y con grandes esfuerzos, se ha convertido en el patrimonio de sus hijos.

Todos y cada uno, de diferente forma y en menor o mayor grado, recibieron el apoyo de la abuela para adquirir, edificar y transformar la casa que les daría un hogar. Entonces éramos tenderos que le chingábamos como afroamericanos para vivir como proletarios, pero con poder adquisitivo. Esclavizados de tiempo completo y obligados a dejar guardias en el negocio para "no perder".

Pero como todo aquello que no se fortalece se llena de salitre, mi familia se ocupó de las palabras mal o bien dichas por sus congéneres; bien dicho aquello de que no somos claros sino claridosos, pues el Diccionario de la Real Academia Española define el término como aquel “Que acostumbra decir claridades sin atenuarlas”; es decir: "somos al chile".

Pero como reza el dicho: “Ancho del hocico y sentido del culo, como los jarritos de Tlaquepaque”, ningún claridoso fue capaz de soportar a otro claridoso de su misma especie. Primero fueron pequeñas ironías, después fueron grandes desencuentros que desenterraron agravios aparentemente olvidados y luego llegó la oscuridad.

No sabemos en qué parte de la carretera se fueron quedando trozos de nuestra piel sensible. No supimos cuándo olvidamos la solidaridad con la familia, cuándo olvidamos que nadie mejor que la propia raza para sacarte del atolladero —o para partirte la madre, como fue el caso.

Esas sabrosas comilonas se evaporaron, así como los años nos han devorado a cada uno.
Los sándwiches de papas o de arroz, la cerveza y la plática, mezcla de campirano y citadino, de propios y anexos: consanguíneos y parientes políticos; el bacalao, los romeritos, los pollos rostizados, el abrazo, la sinceridad y la ironía a flor de piel en cada uno de los asistentes son piezas del museo de la memoria.

Hoy mis tíos son tan viejos como yo lo seré. Con los achaques y el perpetuo temor a la huesuda, hoy convocan a festejar el fin de año en la casa de la abuela, artífice en gran parte del fraccionamiento afectivo. Es difícil ser líder familiar, sobre todo cuando aplicas consciente o a lo buey la exclusión y la preferencia. Cuando compras el afecto o juegas a la política con la propia raza.

El polvo familiar amenaza con salir de la caja de Pandora: ¿Los comentarios guardados servirán para murmurar el día posterior a la reunión?, ¿La grilla asomará la cabeza justo un minuto después de despedirnos?, ¿La diferencia que nutre a la tolerancia será menoscabada?, ¿Bastará una mirada o una señal para descargar la espada flamígera con singular sadismo sobre la reputación de aquel que nos puede ser incómodo?

Viejas heridas sangran incurables y el corcel de la parca se desboca en nuestra dirección. Cierto día notaba con curiosidad que la muerte se ha acordado muy poco de nosotros, tal vez en un afán de compensarnos un tanto el caos que han sido nuestras existencias. Tal vez pensando con ello reparar el hambre de mis tíos y de mi madre, quienes compraban veinte centavos de cáscaras de piña con el frutero de maravillas, para probar el dulce desperdicio. Recompensa efímera por la cárcel perpetua del hambre que los persiguió durante mucho tiempo. Tal vez por esa sensación ancestral, no tener de comer siendo mi mayor miedo.

No sé si ustedes recuerden el festejo por mis ocho años, pero esa es de las huellas imborrables que este neo-ruco se llevará a la alcantarilla del olvido: mis tíos me compraron la ropa y mi madre el pastel. Y yo sigo recordando al tío Juan desmadroso y jovial, quien me enseñó a disfrutar las películas de hampones y de estafas. El tío con el que conocí el billar por vez primera —aunque no sea una de mis aficiones.

Recuerdo al enamorado tío Jesús y su eterna galanura, enamorado de su gato el Palomino, las paredes de su cuarto forradas de piso a techo por pósters de “viejas encueradas” —como decía la abuela— en donde me deleitaba mirando los vellos púbicos de rubias y pelirrojas, y sus puntiagudos senos, cuyos pezones señalaban al cielo de la chaira. No puedo olvidar que él me enseñó a los Creedence y que me regaló un álbum triple que conservo con cariño.

Como no recordar a mi carnala la Gorda, o la Chata, o Rosa, siempre querida, mi comadre, por sus intercesiones cuando la abuela buscaba desahogar su frustración sobre mi humanidad con la manguera de la lavadora. Cómo olvidar su alegría y su sonrisa, su desmadre y sus tristezas cuando quería asomar su chata nariz para probar un poco de libertad, fuera del encierro que significó la tienda para ambos. Te acuerdas, Gorda, de tus chelas con la tía Gris y de las chingas que te ganaste por briaga.

Y tú, madre, Martha, Negra —como bien te decían mis tíos, pues no podían llamarte de otra manera por obvias razones— te acuerdas de los pollos rostizados que comíamos cuando íbamos juntos al cine Sonora a ver películas de los hermanos Almada. De las papas fritas que acompañaban esos pollos y de la ensalada que degustábamos satisfechos luego de vagar interminables horas por el mercado Sonora eligiendo la mejor fruta que te daban a precio preferente tus amigas las vendedoras.

Te acuerdas que la güera policía de la clínica Prensa era mi novia, y que yo me chiveaba cuando ella me decía “mi amor”. Te acuerdas de la “Planchada”, el alma en pena que vagaba por el hospital cuando “nos tocaba” guardia y tú me escondías en el cubículo último, cuando me dormía cansado luego de jugar con los carretes de la cinta adhesiva.

Gracias a ti, madre, tuve entre mis manos la primera imagen de un parto ilustrado en tu libreta de tareas de cuando estudiabas enfermería. Cómo olvidar que sólo una vez me pegaste con una pantunfla y que muchas veces me sacaste al patio porque me dolía “la patita” gracias a tu herencia de fiebre reumática mal cuidada de cuando estuviste embarazada. Hoy me río y me consuelo sabiendo que algún día, cuando estés más vieja, te sacaré al patio a orearte un poco cuando ya no controles el esfínter —claro que es pura guasa, no temas.

Y tú, Vito, Victoriana —como lo dice tu fe de bautismo de una iglesia en Guanajuato— Victoria, abuela, madre . Qué puedo decir, te tocó bailar con la más fea. Hoy me pongo en tu lugar y aunque no justifico mucho de cuanto has hecho, aprendo de tus errores pero más de tus aciertos, que son muchos.

No quisiera llegar a ser viejo sin tener la fuerza que tú tienes. No quisiera llegar a ser viejo sin tu temple, sin tu arrogancia ni tus ganas de sobreponerte. De ti recuerdo muchas cosas, pero me quedo con tres que han sido fundamentales para lograr la edad que tengo: la primera es mi máquina de escribir —hoy propiedad de Beatriz mi prima—, adquirida para mí como parte de mis últimos reyes magos; la segunda es el día en que me congestioné por tragón durante un convivio de fin de año en la calle donde hemos vivido desde hace muchos años: no paraba de vomitar y el dolor abdominal era tan intenso que este charro negro estaba más caliente que una plancha y más abotagado que un tonel de pulque. Tú y sólo tú, Vito, madre, abuela, profesora de la vida, me levantaste como pudiste y juntos fuimos a las tres de la mañana, a pie, al doctor más cercano para que me aplicaran una inyección intravenosa que me facilitara cagar y vomitar. Y la tercera, una de las más importantes, cuando me acompañaste con el abuelo a pedir a mi señora a un pueblo de Oaxaca.

Por todo eso y por los recuerdos que la memoria se obstina en resguardar, la reunión de fin de año será lo que tenga que ser; los jarritos de Tlaquepaque tenemos más canas que ayer y nuestros hijos, nietos, bisnietos y posibles tataranietos heredarán esa forma claridosa de decir las cosas y estarán obligados a ser inteligentes para discutir y pelear al nivel de las ideas.

Buen fin de año, raza, y hasta que la huesuda nos alcance.

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